Crecí en un tiempo y un lugar en los que las personas interesadas en la lectura se pasaban libros autoeditados o editados fuera del país y traídos de contrabando. A veces toda la ciudad –la parte interesada de ella– leía una única copia. El término “autoedición”, que hoy día se emplea generalmente en relación con software para diseño, es el que se utilizaba para estas publicaciones de samizdat. La explicación de Wikipedia del término ruso habla sobre todo de publicaciones de naturaleza política. En realidad, frecuentemente se recurría a este recurso para publicar literatura. La larga lista de autores publicados y leídos de esta manera incluye varios premios Nobel y escritores como Solzhenitsyn, Bulgakov, Pasternak, Joseph Brodsky, Václav Havel…
Originario de Rusia, afectó a otros países del bloque soviético. En Cracovia, existe un monumento al samizdat. Vladimir Bukovsky lo definió así: «Yo mismo lo creo, edito, censuro, publico, distribuyo y resulto encarcelado por ello».
Crecí en un lugar y un tiempo en el que los escritores dignos de lectura publicaban en samizdat o no publicaban. La alternativa al samizdat era no publicar nada. Los relatos y poemas, incluso novelas, simplemente se leían de viva voz en pequeñas reuniones en salones y cocinas. Tenían lugar con más o menos regularidad en contadas casas; asistían solo los amigos de confianza, aunque la absoluta confianza no existía.
La producción y distribución de samizdat era delito, pero la mera posesión de un libro de samizdat, también lo era. Por otra parte, esto hacía deseable una posesión solamente temporal, para una rápida lectura: mientras menos tiempo estaba en tu poder, menos posibilidades había de que lo encontrasen durante un registro. El registro y consiguiente encuentro de un solo libro prohibido o autoeditado era una herramienta para presionar a las personas para que se convirtieran en informadores. Así, entre las “anécdotas” familiares de mi niñez está la vez que, durante una breve visita a Moscú, un amigo cercano de mi tía insistió en regalarle un libro. Sin suficiente tiempo para quedar, se vino a despedirla a la estación de tren y lo puso en sus manos allí mismo. Mi tía, que no había nacido ayer, se sintió mal por sospechar de la insistencia; era un amigo antiguo a quien apreciaba. Además, el libro también era deseado. Pero en los trenes, a veces había inspecciones de la policía. Abrumada por la duda, lo tiró por la ventana del tren en la noche. Al llegar a casa, fue llamada a cierto despacho en el que le sugirieron que, dada su rica vida social en los círculos de arte y cultura, podría ser de gran interés que escribiera informes periódicos sobre personas concretas, reuniones celebradas en su casa u otras a las que asistía. Se negó. Y ahí es cuando salió a relucir la posibilidad de que, si hubiera un registro en su casa ese mismo día, seguramente se encontrarían materiales contrarios a la ley. Mi tía sintió emociones muy variadas: el alivio de haber tirado el libro y no temer el registro, la infinita tristeza de ver confirmada la sospecha, tratándose de un amigo.
Estos días, se han hecho públicos archivos desclasificados de los servicios secretos de algunos países como Bulgaria. Algunas de las revelaciones llegan a ser muy mediáticas. El debate está en si estos archivos están siendo utilizados para ajustar cuentas personales o con fines políticos actuales. Alemania del Este tuvo muchas heridas que curar en relación con los procedimientos y archivos de la Stasi. Cada país tiene lo suyo. Incluso los que éramos niños en los tiempos en cuestión sabemos cosas que quizás preferiríamos no saber.
Otra particularidad del tiempo y el lugar en los que crecí tenía que ver con la organización de las instalaciones sanitarias en las viviendas urbanas. En vez de un solo cuarto, había dos: un servicio y un cuarto de baño separado, con bañera, lavabo y demás. Ambos cuartos eran de tamaño muy reducido. Mis padres, como la gran mayoría de los este-europeos, eran fumadores. Los muchos meses de frio hacían difícil ventilar la vivienda sin enfriarla demasiado. Con cierta conciencia, poco habitual en el lugar y el momento, pretendían protegerme del humo. Cuando querían hablar, lo cual siempre significaba fumar, se encerraban en el cuarto de baño, los dos sentados en el fino borde de la bañera mirando a las toallas colgadas en la pared a unos centímetros de distancia. Si la conversación era importante o simplemente interesante, podían quedarse horas, con el humo saliendo por debajo de la puerta mal ajustada hasta que yo acababa tocándola, exigiendo saber si pensaban salir alguna vez.
Recuerdo una ocasión concreta en la que mis padres pasaron la noche entera en el cuarto de baño, a veces juntos, a veces por turnos. Les había llegado un libro interesante. Era gordo. Tenían una sola noche para leerlo los dos. A las nueve de la mañana cada uno tenía que estar en su trabajo. Sé qué pasó porque cuando mi madre me despertó por la mañana y me di cuenta de que no se habían acostado. Como siempre, me dijo la verdad, aunque yo comprendiera solo parte de ella. De camino al colegio, a poca distancia pero, como siempre en el invierno, aun en la oscuridad, con nieve hasta mi cintura a ambos lados del sendero que atravesaba un descampado, cavilé sobre la importancia de leer en vez de dormir. La lectura había sido mi pasatiempo favorito desde los tres años, pero nunca había leído de noche. Yo leía los libros que vivían en las estanterías en nuestro salón. Conocía el preciso aspecto de todos, incluso los muchos que no había leído aún, porque desde antes de saber leer, eran la cosa más interesante que se podía observar allí. Tengo uno de ellos en mi casa en Madrid. Es una edición pequeña del Romancero Gitano de Lorca, que leí con mi madre cuando tenía cinco años.
Crecí en un tiempo y un lugar en los que los artistas, a quién no se les exponía no por sus ideas políticas sino por pintar en un estilo “equivocado”, a veces trataban de hacer una exposición al aire libre. Se desmontaban por medio de buldóceres.
Crecí en un tiempo y un lugar en los que las canciones más populares entre la gente no se reproducían en la radio ni en discos. Se cantaban en vagones de trenes que cruzaban el país o, una vez más, en los salones y cocinas, sea por su autor o por otros. Se sabían de memoria las letras. Son las canciones que se siguen cantando aun hoy día. Que se siguen reproduciendo en playlists.
Crecí entre personas capaces de encriptar y comprender el significado encriptado en una imagen, una letra, una película. Si un autor tenía algo que decir y quería que su trabajo no fuese censurado, su única opción para evitar la censura total era la metáfora, preferiblemente sutil. Trabajar de esta manera automáticamente reducía la posibilidad de ser comprendido por el público. Sólo los más interesados, los más entendidos, los más listos podrían descifrar el contenido sumergido. Se trabajaba para esa posibilidad. El resultado de décadas de semejante “producción cultural” ha educado a generaciones de personas con un superpoder: el de la sospecha. La sospecha de significados secretos, motivaciones ocultas, del vecino y del amigo, de uno mismo. Es bueno para las neuronas y menos bueno para las relaciones afectivas. El resultado es la soledad.
La mayor parte de mi vida ha transcurrido en otros lugares. Porque mis padres no quisieron que yo tuviera que seguir viviendo en un lugar así. Creo que trabajar para no permitir que el tiempo y el lugar en el que vivo hoy se convierta en algo parecido es algo que les debo.
En la foto: Olga Abramovich con un amigo en Nevsky Prospect, en los años noventa. Durante los últimos años de la Unión Soviética, Olga se encargaba de la redacción de la revista literaria Mitin Zhurnal [La revista de Mitya], publicada como samizdat por Dmitri Volchek, actualmente redactor jefe de la sección rusa de Radio Svoboda. Mecanógrafa y correctora, Olga Abramovich recopiló un enorme archivo de samizdat a pesar de los peligros. Ha fallecido hace unos días. (Foto:http://www.vavilon.ru/texts/